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divendres, 8 d’abril del 2011

"Om mani padme hum, Om mani padme hum..."

Bodnath, 8 de Abril de 2.011.
El día de hoy lo recordaré durante mucho tiempo, asemejándose las sensaciones y vivencias al día que visité la iglesia de San Juan Chamula (Chiapas, México). Si entonces me impresionó el sincretismo religioso, mezcla de religión cristiana y tradiciones mayas, con ritos animistas, hoy puedo decir que la sensación de ser el único occidental en el interior de un gompa budista mientras se celebran las plegarias de un nutrido grupo de monjes budistas, es realmente sobrecogedora. Te toca el espíritu. Te llega al alma. Te la acaricia, como queriendo acogerla y mostrarle el poder de su oración.
He llegado a Bodnath a media mañana. Esta ciudad es famosa por su gran stupa budista, de formas y simetría perfectas, con todo su simbolismo inherente: el plinto que representa la tierra, con las cuatro caras que representan los cuatro estados de conciencia: amor, compasión, alegría y ecuanimidad. La cúpula hemisférica (kumbha), que simboliza el agua; la harmika, una torre cuadrada sobre la cúpula que representa el fuego; los 13 niveles de la torre representan las 13 fases por las que pasa una persona hasta llegar al nirvana; coronando la torre, una aguja, representando el aire; finalmente, una sombrilla, que simboliza el vacío más allá del espacio. Sin duda, es preciosa y de unas proporciones perfectas.
La Stupa de Bodnath.

Pero siendo este monumento religioso impactante, la experiencia que he vivido poco después, es aún más impactante. Tras callejear, llegué a varios Gompas, una especie de monasterios, congregaciones budistas, con un oratorio, patio central, dormitorios, etc. Y a los que se accede tras pasar una puerta metálica desde la calle.
Llego al Pal Dilyak Gompa. Son las 12.30. Entro y no hay nadie en el patio. Apenas a 60 metros, veo el oratorio, con un joven monje en la puerta. Me acerco. Veo que hay unas cortinas echadas en la puerta que da acceso al oratorio y muchos pares de zapatos. Imagino que turistas. Pregunto si puedo entrar y me dice que sí, pero que tengo que rociarme la cabeza con el “Kharma néctar”. Me echa un poco en la mano y me indica, con gestos, que me lo pase por el cabello. Me descalzo y abro un poco la cortina para entrar… Pongo el primer pie dentro del oratorio. Me quedo sin aliento.
No respiro.
Sólo miro.
No sé qué hacer.
El corazón me late fuerte.
Cada vez más fuerte.
Bajo la cámara.
Acuesto la guía sobre mi pecho.
Me quedo de pie, junto a la entrada. Tras las cortinas.
Ante mí, una escena impagable, de las que no salen en las guías, de las puras, auténticas, imprevistas, que te remueven. Unos 80 monjes rezan en el oratorio, perfectamente alineados: 3 filas a un lado, 3 filas al otro.
En la Lonely Planet dice, textual: “… de la escuela Kargyud, con otra gran escuela monástica y un inmenso oratorio lleno de instrumentos musicales que emiten una conmovedora banda sonora durante las plegarias del mediodía”. Es mediodía. Es la plegaria. Es esta sala. Son estos instrumentos. He caído aquí por casualidad a esta hora y me dispongo a pasar lo que han sido unos 45 minutos realmente emocionantes.
La sala está decorada con motivos florales en el techo. Unas figuras de Buda, de color dorado, en urnas de cristal al fondo de la estancia. Las paredes, con escenas mitológicas del budismo, de la vida de Siddartha Gautama, en tonos dorados, rojos, azules y verdes. Cuatro ventanales, dos a cada lado, aportan una luz difusa a la estancia, junto a varias pequeñas lámparas colgadas del techo.
Delante de mí, un pasillo se extiende, con dos hileras de jóvenes monjes, sentada una fila frente a la otra. Al inicio, dos enormes gongs (tambores) verdes, en vertical. Soy el único extranjero, turista, occidental… Los monjes y yo. Me miran algunos, con curiosidad, mientras no dejan de rezar y cantar. Hay niños, jóvenes, de mediana edad y alguno más mayor.
Me quedo petrificado tras la cortina. No sé qué hacer. Lo único que se me ocurre es quedarme ahí, quieto, mostrando respeto y perturbando lo mínimo posible con mi presencia. Me miran algunos monjes, curiosos. Recibo alguna sonrisa mientras, observo, no dejan de cantar/rezar. Debe haber unos 80 monjes, sentados, con las piernas cruzadas, sobre unos bancos de apenas 40 centímetros de altura, con unas largas mesas justo delante suyo. Los lados y el frontal de las mesas, dorados con escenas esculpidas. La superficie, roja. Y sobre las mesas los mantras que recitan, que cantan. Los pasan, poco a poco, uno tras otro.
Los monjes de las filas centrales tienen unos tambores en vertical, más pequeños que los dos enormes, claro. Los sujetan con la mano izquierda, mientras en la derecha portan una especie de palo con el que golpean estos tambores, rítmicamente. El “palo” tiene forma de guadaña, pero es todo de madera, acabado en una semicircunferencia y con una especie de bolita-disco al final, que es lo que golpea el tambor. Golpean todos a la vez, sincronizados, sin mirarse.
Un joven se me acerca. Me hace señales de que pase a un lado de la puerta. Hay una alfombra en el suelo, junto a la pared. No hay nadie ahí sentado. Permanezco de pie, junto a la alfombra. “Al menos ya no estoy en la puerta”, pienso. A los pocos segundos, vuelve a aparecer el monje, con un vasito de cerámica blanca, pintado con motivos florales azules. Lo deposita, vacío, a mis pies. Comprendo…. Dejo la cámara y la guía en la alfombra. Me saco la mochila y me siento. Al momento, llega el joven monje y llena mi vasito de una sustancia rosada. La textura parece lechosa. Le agradezco la amabilidad con una leve inclinación de cabeza. Me responde igual y añade una sonrisa, cómo no. El sabor no es del todo agradable por eso: sabe a harina.
Mi visión, sentado desde la alfombra... Faltan los monjes, claro!!

A la izquierda, un pequeño púlpito ligeramente más elevado que el resto. Un monje de mediana edad parece ser el de mayor autoridad. Junto a mí, apenas a un metro, el final de unas trompetas enormes, de unos cuatro metros de longitud, apoyadas en el suelo. En el extremo de ellas, dos monjes más, que las hacen resonar en momentos puntuales.
El tamboreo, rítmico, se mezcla con los cantos. La atmósfera es, a mi entender, mágica, subyugante, hipnotizadora. Un jovencito, con la voz así más aguda, parece recitar otros versos. Al menos así me lo parece.
Entran dos monjes mayores. El segundo, con una especie de mantón al cuello, de colores vivos, que hace resonar ligeramente una campanilla que alza con su brazo derecho. Dan la vuelta a la estancia, haciendo resonar esa campanilla, mientras el resto sigue con sus rezos.
De pronto, suenan las enormes trompetas que tengo junto a mí. Uno, dos, tres segundos… más… cada vez más intensamente, en un in crescendo atronador. Así hasta 7 u 8 segundos. Unos golpes en los grandes tambores que hay en la entrada, apenas a 2 metros de mi posición, indican el fin del sonido de las grandes trompetas y cambio de rezos. La melodía suena diferente, el ritmo es otro. Más trompetas. El ruido se torna estruendoso, profundo, grave.
Cantan los niños, los más jóvenes, en la pared de la parte derecha de la estancia. Apenas un minuto hasta que se vuelven a unir todos. Suenan, ahora, unas trompetas más pequeñas. Algún monje se balancea adelante y atrás mientras canta, con los ojos cerrados.
Me llega el olor a incienso. Creo percibir una ligera bruma en la estancia. Dos monjes jóvenes entran y se ponen a limpiar: uno el suelo, el otro, las mesas, de manera discreta todo queda impecable, sin dejar de escucharse el rezo. Ahora veo el incienso, al fondo, tras una gran rueda de oración tibetana. “Om mani padme hum” (“alabada sea la joya del loto”).
Dos jóvenes hacen sonar ahora, de manera intensa y prolongada, una especie de caracolas enormes, durante varios segundos. Se produce otro cambio en los cantos. Las trompetas gigantes suenan, crecen en intensidad.
Se han acostumbrado a mi presencia. Ya casi nadie me mira. Estoy junto a la puerta, en la alfombra, sentado con las rodillas cruzadas y mi espalda apoyada en la pared, disfrutando de este momento de magia, de emoción, de poder sentirme afortunado de vivir esta experiencia, con unos 80 monjes en una preciosa estancia. Los cantos resuenan, acompañados de trompetas, caracolas, tambores,… La iluminación acentúa la percepción casi irreal de la escena.
Los monjes de las filas centrales dejan reposar sus tambores en una especie de taburetes a su lado, dispuestos especialmente para ello ahí. Parece que ya no los tocarán más. Suenan todos los instrumentos a la vez. Las voces se alzan. Se escuchan unas campanillas… De pronto, el silencio…
Fin de los rezos.
Poco a poco, se van levantando. Los que pasan junto a mí, me miran, respetuosos. Los más atrevidos, educados, extrovertidos o vete tú a saber qué, sonríen y saludan amablemente. Aún sobrecogido, estoy así un par de minutos. Hay rezos… los niños se han quedado cantando, junto a dos monjes jóvenes, que parecen tutores. Me pongo en pie, cojo la cámara y, ahora sí, me dispongo a hacer algunas fotos donde unos minutos antes estaban sentados todos los oradores. Paseo, descalzo, admirando los instrumentos musicales, los mantras de papel que quedaron en las mesas, las pinturas de la pared, los budas dorados del fondo.
La sala de las plegarias.
                                      


Recojo mis cosas.
Salgo al patio.
Me calzo mis zapatos.
El sol ilumina mi rostro. Me deslumbra.
Inspiro profundamente.
Cierro los ojos…


PD: Ya que muchas personas alaban mis fotografías, desde aquí manifiesto mi agradecimiento a quien más me enseñó en este tema, el Sr. José Manchado, Saha para los amigos. Tras la Rioja, India y Tanzania, debo reconocer que muchos de mis conocimientos, a él se los debo…
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