Krabi, 8 de Junio de 2.011
Llevo algunas semanas pensando en este post, en cómo enfocarlo, qué explicar, cómo transmitir mis pensamientos o expresar mis emociones en algo que, aparentemente, es tan ordinario como viajar en coche o, más frecuentemente durante un viaje, en un autobús.
Personalmente, es una de las experiencias ordinarias que más me gustan, me deleitan y me provocan curiosidad. Cuando a alguien le insinúas el hecho de pasar unas cuantas horas metido en un espacio relativamente pequeño, sin poder moverte mucho y sin nada que hacer, no parece especialmente atractivo. Pues a mí, me encanta.
Las carreteras son como venas o arterias que se abren por el país, que dan vida (a veces destrucción) y llegan a puntos remotos. Es una vena por la cual todo llega y se va, puntos de tránsito, movimiento, vida. Sucede, a menudo, que estas carreteras o caminos son el eje vertebrador de una ciudad o un pueblo, o simplemente la sucesión continua de hogares más o menos acogedores, pero hogares al fin y al cabo. Sucede, a menudo, que la vida se vuelca y cobra sentido asomándose a las carreteras. Sucede, claro, que esos hogares están ahí porque esa carretera pasa por ahí. Si no hubiera carretera, cual vena en el cuerpo humano, no llegaría allí el oxígeno suficiente para cobrar vida. Sí, hay vida sin carretera, por supuesto, como todos sabemos en tribus que viven prácticamente aisladas en la selva, en desiertos, islas o montañas… pero bueno, yo hablo por lo que conozco y cuando llegue a estos últimos, ya os lo explicaré.
Me gusta viajar asomado a una ventana. Me siento junto a ella y observo. Todos los que me conocéis sabéis de mi actitud y aptitud para la observación. Captar ese detalle aparentemente invisible, ese pequeño contraste que tanto enseña a quien observa. Y esa es la esencia de esta entrada: la observación. Porque cuando viajas, debes observar. Estás obligado a ello. Si no quieres observar, tu viaje es diferente: habrás estado en tal o cual sitio, tendrás un sello en tu pasaporte, pero no captarás muchas de las esencias, matices y delicias del lugar que has visitado. El típico ejemplo es el de viajar a un país caribeño y no salir del resort cinco estrellas. Pues sí: has estado en Cuba, Jamaica, México o República Dominicana, pero no tienes ni puñetera idea de qué hay en ese país, de cómo es su gente, cómo viven, qué problemas tienen, cuál es su gastronomía, si tienen agua corriente o no, de qué trabajan, etc. (obviamente, tienes que bajar ahí, callejear, hablar con ellos, mezclarte, sentirlos tratarlos… pero ahora estoy subido a un autobús, recordad…). El día que yo haga un viaje así, de esos resort *****, por favor, autorizo a quien sea a darme un golpe en la cabeza, porque algo habrá sucedido en mi mente, sin duda. Y debería, en tal caso, ser reparado urgentemente.
Como os decía, me encantan viajar en autobús (coche también serviría) y observar cómo el paisaje se abre ante ti, te engulle, lo recorres, lo observas, te fundes en él. Pasas del gris de la ciudad, al verde del campo; de las grandes tierras de cultivo a bosques espesos; de lugares deforestados lamentablemente, a plantaciones de palma, arroz o lo que se os pueda ocurrir. Cruzas ríos marrones (aquí en Asia casi todos los ríos que he visto son de un marrón chocolate espeso), riachuelos o la carretera que recorre una costa agreste, con el horizonte del mar acompañándote. El azul del cielo se puede ir transformando en grises cuando se nubla; o en un negro de noche cerrada. Es entonces cuando las luces artificiales cobran protagonismo e insinúan, en la espesura de la noche, la mano humana. Recuerdo en este sentido, dos trayectos especialmente bonitos. El primero, ascendiendo desde el valle del Motagua hacia el Petén guatemalteco en furgoneta, sin luces en la carretera, algunas luces en el valle y un cielo precioso estrellado sobre nosotros, con una tormenta descargando en el horizonte, relámpagos y sonidos de la jungla. El otro que me viene a la cabeza fue hace un par de meses, subiendo por el valle de Katmandú, al llegar a la cima, mirar hacia él por la ventana y observar la hilera de luces que recorrían la oscuridad del valle. Dos imágenes preciosas.
Cuando viajas en autobús, se va abriendo el país ante ti y comienzas a descubrir qué es aquello que habías leído, aquello que te habían explicado. El autobús disminuye su marcha. Incluso se detiene como queriendo enseñarte ese detalle que a otra velocidad hubiera pasado desapercibido. Las personas apostadas al borde de la arteria, que viven ahí, te miran, a menudo te saludan y te dedican una sonrisa que muchas personas que conoces en tu día a día no te han dedicado en su vida. Y les miras, les saludas, les sonríes… y observas su mundo. Ese es su mundo. Quizás un pequeño puesto de comida rápida. Quizás ese pequeño cuarto que da a la calle. Quizás la sombra de ese árbol. Ese es su universo. Por un momento, tú entras en él, aunque sea como espectador en este caso. Más allá, un restaurante de estos típicos en Asia, abiertos por tres de sus lados o bajo una modesta carpa, con mesas y sillas amontonadas, gente que entra y sale, reuniones de amigos, compañeros o parejas que están en la fase del cortejo. Niños que salen del colegio y te miran, te sonríen. El autocar avanza y sigues descubriendo matices. Su forma de vestir. Su forma de comer. Su forma de observar a quien les observa. Su afabilidad. El semáforo cambia a verde y sigues recorriendo esa arteria. Un coche aparcado al borde de la carretera. Un camino terroso que gira. Una pequeña casa en medio de lo que para ti es ningún lugar pero para ellos es su lugar. Sí, ese lugar al cual es probable que nunca vuelvas, que para ti supuso unos segundos de observación, es la vida de esa persona que te acaba de sonreír.
Escribo esto en el trayecto entre Hay Tai y Krabi, en el sur de Thailandia. La lluvia nos ha acompañado gran parte del trayecto. Personas en motocicletas con chubasquero. Otras empapándose. Pequeños pueblos que apenas son nombrados o han sido merecedores de aparecer en el mapa de su país. Pueblos que nadie conoce… salvo quienes allí viven. Adelantas a una furgoneta cargada hasta algunos metros por encima de su techo de objetos de cualquier índole. Controles policiales cada pocos kilómetros (en los últimos años ha habido estallidos de violencia por grupos separatistas musulmanes).
Y ahí estás tú: en el interior de un autobús, viendo cómo el país se abre ante ti, cómo tus ojos lo recorren desde la comodidad (o incomodidad, según el país/autobús en el que viajes, porque los viajes en autobús por Indonesia fueron torturas). Intento reclinar un poco el asiento. Me coloco los auriculares para escuchar música, o algún programa de radio (Especialistas secundarios, Tu diràs, L’ofici de viure) que me haya descargado. Van pasando las horas y tu situación va variando en el mapa, vas adentrándote en el país, viendo sus casas, puestos de comida rápida o pequeños comercios; gasolineras; casas con jardines; ciudades grises o de grandes avenidas; gente que te observa sentada en la puerta de su casa; grupos de personas que caminan junto a la carretera.
Para mí han sido de los mejores momentos en mis viajes… viajar por Europa en coche, por carreteras secundarias y llegar a dormir en una estación de servicio de una autopista por no llegar a tiempo a la siguiente ciudad; bajar por una angosta carretera en Chiapas (México) o ascender hacia el Petén guatemalteco rodeado de selva; observar el amarillo intenso de algunas zonas del centro de Tanzania o pasar por pequeñas poblaciones con niños jugando en la calle con unos palos; o ver rodeado tu vehículo de cientos de vacas en India, sin poder avanzar; ascender/descender por el valle de Katmandú viendo el precipicio a tu lado; contemplar desolado la deforestación en Borneo; atravesar ríos, puentes, ciudades, bosques; pasar del sol a la lluvia intensa en minutos; de aglomeraciones absolutas a la soledad; de los carteles de neón y las luces artificiales a la luz de la luna y las estrellas; ver carteles anunciando conciertos, elecciones, negocios que forman parte de la vida cotidiana; o los coches y su manera de conducir. Motocicletas. Bicicletas. Piernas. Edificios lujosos junto a las más miserable de las chabolas. Blancos, negros, asiáticos. Musulmanes. Católicos. Budistas. Taoístas. Agnósticos. Ateos. Mezquitas. Iglesias. Jardines y vertederos. Policías. Ladronzuelos. Madres e hijos. Escuelas. Granjas. Perros. Gatos. Vacas. Pájaros en gavias o volando libremente. Incluso monos a hombros de su dueño. Gente que espera ad infinitum, sin nada más que hacer en todo el día, sentados al borde de la carretera viendo la vida pasar de manera literal, un día tras otro. Una manifestación. Gente que corre. Gente que llora. Gente que cocina. Gente que ama. Gente que reza. Gente que mira, que baila o canta. Gente como tú, como yo. Aunque yo no rezo, canto fatal y bailo como un pato.
Todo eso y mucho más está ahí fuera. Sólo tienes que subirte a un autobús, observar… y disfrutar.
Me ha encantado este blog, y cómo describes todo lo que hay detrás de los viajes por carretera. Magnífico.
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