Erg Chebbi, 28 de Diciembre de 2018
Intento alejarme todo lo que puedo de los paquetes turísticos, de las aglomeraciones y de los espectáculos enlatados que poco, o nada, tienen que ver con la esencia del lugar y de su gente.
Y admito que en la experiencia bereber en el pequeño desierto de Erg Chebbi me he quedado a medio camino.
Desperté tranquilamente y, tras desayunar en la mini haima, cogí mi cámara y me adentré en el desierto justo hasta situarme junto a la gran duna. Desde donde estaba unos 35 minutos caminando, subiendo y bajando dunas, alguna de ellas a 4 patas y deslizándome... Hasta que llegué a un punto con unas vistas impresionantes: la gran duna a pocos metros, pequeñas dunas por todos lados y allá, a escasísimos kilómetros, la frontera con Argelia.
El sol, perpendicular a esa hora, testimonio de mi soledad. Me senté allí arriba, admirándolo todo. La luz solar rebotaba en la finísima arena desértica, bronceando mi piel. Ráfagas de viento rompían los momentos de silencio sobrecogedor. Y me estiré... Simplemente, me estiré allí mismo. Dejé de hacer fotos y de mirar el reloj... Sólo disfrutar de esas sensaciones.
Una hora más tarde volvía a la kasbah, a la entrada del desierto, desde donde saldría nuestra pequeña caravana de dromedarios. Estaba previsto salir sobre las 16 h, pero se retrasó un poco, por lo que estuve hablando con una pareja de Valencia, él, de Mallorca, ella, que han venido en su furgoneta...
Sobre las 17 h subimos a los dromedarios y en algo más de 45 minutos rodeamos la gran duna. Es una sensación curiosa montar en un animal de estos y a menudo piensas que acabarás cayendo... Poco antes de llegar a nuestro campamento semipermanente, nos hacen bajar de los dromedarios para subir a una duna muy alta y ver desde allí la espectacular puesta de sol, mientras la arena tomaba un color rojizo, cobrizo...
La noche fue entretenida. Tras cenar un tajín de verduras buenísimo junto a japonesas, turcos, belgas, irlandeses y franceses, salimos junto a una hoguera donde nuestros tres guías bereberes comenzaron un pequeño recital de canciones tradicionales acompañados de tambores. El crepitar del fuego y el sonido mágico de las canciones bereberes eran un espectáculo... Pero había otro esperándome.
Equipado con mi frontal, me alejé del campamento unos 70-80 metros, quedándome en medio de la más absoluta oscuridad. Alcé mi vista y ahí estaba. Ahí... Un manto de estrellas imponente, majestuoso, mágico. Casi, casi, casi comparable a aquella noche en Sian Ka'an, México, mientras buscábamos y encontrábamos tortugas gigantes desovar.
Desde otro campamento cercano se oían más canciones. Yo, embelesado, intentaba retener esa magnífica estampa en mi retina. Preciosa. Y me repetía a mí mismo: "esto no tiene precio, Sergio". Acumulaciones de pequeñas estrellas aquí. Constelaciones allá. Estrellas enormes. Incluso una estrella fugaz... Delicioso.
Emocionado y maravillado, estuve unos 10 ó 15 minutos admirando ese espectáculo antes de volver al campamento y, poco después, meterme en mi haima, porque el frío azotaba ya con fuerza.
La noche era extremadamente fría y despierto sobre las 7:15 h. Poco después, nos reunimos todos junto a una pequeña hoguera al lado de los dromedarios, ya ensillados. Montamos uno a uno y la caravana vuelve... A medio camino, nos detenemos, miramos hacia atrás y observamos cómo aparecen los primeros rayos de sol tras unas montañas cercanas. El cielo se torna naranja, rojizo... Y aparece el sol, majestuoso, imperturbable, señorial, recordándome el amanecer de hace unos meses en la vertiente norte del Gran Cañón del Colorado.
Y así, poco a poco, nacía un nuevo día y el ciclo de regeneración continuaba...